(Claudio Blanco) La noticia impacta. Duele. Es difícil de plasmar en el teclado. Pero, tras explotar mis teléfonos saliendo del estudio de Radio Empresaria en el Cruce Varela, se confirmó. Y hay que informarla: murió Diego Armando Maradona. La crónica inicial habla de un paro cardiorespiratorio, que le quitó la vida a los jóvenes 60 años. Su descompensación se produjo antes de las 11 de la mañana en la casa de Tigre en la que se había instalado tras haber sido operado de un hematoma subdural el pasado 4 de noviembre.
No es una muerte más. Es la del mejor futbolista que dio ese deporte a nivel mundial. Conmueve. No hace más de 4 horas de su fallecimiento, y se percibe un silencio de respeto y de tristeza en los barrios del sur del Gran Buenos Aires. “Es Maradona, viejo. Y se nos fue”, se oye en la esquina. “¿Está confirmado?” parece sollozar una mujer unos metros más allá, con bolsitas de compras. Conmueve a todos y todas, no solo al mundo del deporte. Luego discutiremos si fue bien cuidado o no en los últimos tiempos, pero algo es cierto: quienes transitamos la infancia en los ’80 y la adolescencia en los ’90 lo disfrutamos infinitamente. Ese recuerdo del Mundial ’86 buscando televisores a color entre vecinos y amigos, y ese llanto en Italia’90 puteando al aire porque los italianos silbaron nuestro himno; más la salida de la mano de la enfermera en EEUU ’94 son tres imborrables. Sumále Nápoli, Boca ’81 y etc. etc. Con ese Diego me quedo. Con el comprometido con los más humildes. Con el que no callaba nada, aún con ciertas consecuencias para sí.
Se fue Maradona. Un 25 de noviembre de éste nefasto 2020. Es la confirmación de una noticia que jamás quise dar. Es la confirmación de que a éste año lo quiero bien lejos de mi vida y de mis recuerdos. Los mismos recuerdos que tendré del más grande de todos. Descanzá en Paz, Diego. Como quizás no pudiste hacerlo en los últimos días en ésta vida terrenal.
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